Pócker de ases

Llueve. Lleva lloviendo varios días. Y me deprime, me cansa. Ver el cielo tan oscuro y ese constante tintineo de la lluvia en los cristales es como si estuviera llorando por dentro, como si mi alma buscase una salida que no termina de encontrar.

Me gusta la lluvia cuando es casi torrencial, cuando descarga con fuerza (sin llegar a situaciones dramáticas, claro) y estoy entre las sábanas, en buena compañía, dejándonos llevar al son que marca la tormenta en el cristal, embistiendo con la misma fuerza, con idéntico brío que ella. Ahora no es así. La mayoría del tiempo está orbayando, que dirían en Asturias, cayendo como a poquito, y cuando te das cuenta estás empapado.

Y yo pienso en el cambio climático y llego a la conclusión de que el día que este país se quede sin agua el mundo puede darse por jodido. Me consuela, pero no del todo. Busco conciliarme con la lluvia por otros derroteros: las plantas, siempre las plantas. Ellas están lejos de ser tan maniáticas y caprichosas como yo (bueno, este segundo adjetivo casi que les va que ni pintado, pues al fin y al cabo hacen lo que quieren, a su capricho), y agradecen cada gota de lluvia y se abren a ella con la alegría de la amante ansiosa de placer. Se rinden a su tremendo poder y lucen hermosas para ella, pidiendo siempre más, absorviéndola, empapándose hasta la lujuria.

Y recuerdo el dicho tan conocido entre agricultores de que "agua del cielo no quita del riego". Y pienso que un carajo!, que aquello lo debían decir en Castilla, porque con la que está cayendo... cómo para echarles más! Las ahogo.

Y llego a la conclusión de que sus constantes mutaciones sólo tienen un fin: engatusar, engalanarse y disfrazarse, adoptando papeles tan diferentes para que su eterna amante las encuentre siempre seductoras y siga envolviéndolas en una ola de caricias por siempre.

La nueva adquisición,

que promete mutaciones
espectaculares!!!