La Roca

La primera vez que estuve allí fue con una excursión del colegio (de las primeras en las que, además, iba incluido el pasar unas noches fuera del hogar familiar y lejos, tremendamente lejos, del control paterno). Aparte de “la roca” no recuerdo nada más y tal vez ese recuerdo venga más bien unido al de un antiguo amor y su fotografía con ella de fondo. No sé si me gustó o no, sólo que allí comenzó un romance tremendamente tierno y pasteloso con un compañero de clase, repetidor y musculoso, que hasta entonces me había parecido inalcanzable, pues tenía la firme creencia de ser invisible a sus ojos. Fue un romance a la antigüa usanza, de besos y darse la manita y poco más, no se me pongan todos locos pensando en sexo!!

Por aquel entonces la infancia duraba lo que tenía que durar (aunque siempre me ha parecido muy triste que tenga que acabarse por completo y quizás por la nostalgia que me producía abandonarla del todo es por lo que sigo siendo tan infantil). Y no como ahora, que a los niños no se les permite serlo más allá de los diez años, pobres!! Algunos incluso antes se ven inmersos en un mundo adulto que no les corresponde. Aunque ese es otro tema. El caso es que recuerdo aquellos besos, tan tímidos, tan cobardes y atrevidos al mismo tiempo, con una sonrisa y la alegría, insisto, de ir viviendo las cosas al ritmo que me marcaba el cuerpo, sin pretender adelantar acontecimientos basándome en falsas esperanzas, ni retrasándolos con excusas inventadas o pensamientos necios.

Volví allí muchos años más tarde, y en varias ocasiones, ahora ya de la mano del Costillo. Sus padres vivieron en esa zona algunos años y ese era el motivo “oficial” de dejarnos caer por esas tierras. Aunque la realidad es bien distinta y lo que sucede es que el Costillo es un enamorado del lugar en el que pasó muchas horas durante su infancia y su terrible (sospecho) adolescencia. Yo aún no había nacido (ni siquiera mis Padres se imaginaban ese “último” retoño que llenaría la casa de risas y llantos a deshora, con los otros hijos ya criaditos) cuando el Costillo puso sus pies en esas playas por primera vez. La ternura de esas fotos contrasta con el millón de anédotas que desconozco (pero imagino) de los años posteriores. Y es que el Costillo no es español, pero conoce España desde antes que yo (así son las cosas. Uno, porque es unos años mayor que la menda lerenda y dos, porque su cuerpo serrano pisó mi tierruca antes que yo misma). Esto tuvo lugar, en parte por ser hijo de una amante de los viajes y por otro lado por ser nieto de un visionario (al que no tuve la suerte de conocer, aunque me habría encantado). Al abuelo Anthony le dio por comprar una propiedad en la zona cuando allí sólo había cuatro gatos.

El bloque de edificios estaba a pie de playa. Con el paso de los años fue perdiendo su soledad hasta alcanzar la horrorosa masificación urbanística que presenta en la actualidad toda la zona.

Allí al lado había un local muy especial, en el que el Costillo y uno de sus hermanos pasaron momentos memorables (de los que yo conozco la milésima parte, y con lo maruja que soy eso me trae a malvivir), tremendamente friki desde antes aún de haberse inventado esa palabra.

Siempre que hemos ido nos hemos dejado caer por el lugar, digno escenario de película cutre de los peores años del cine español (de hecho, ha salido en alguna que han puesto en el canal internacional no hace mucho, aunque no recuerdo el título). Sus tremendamente horteras sillas rosas, de plástico, de esas terraceras, sus flores de plástico y colores imposibles “adornando” los techos y las columnas, sus camareros impecables de traje y corbata, y su “música” en directo hacían de Las Vegas un lugar de visita obligada. Solíamos ir por la mañana y con la disculpa de tomarnos el cafecito pasamos ratos memorables. Al lugar acudían casi en manadas excursiones de la tercera edad y era genial, realmente genial, ver a los abuelos, tan galantes y abuelas, engalanadas con sus mejores galas, con sus caritas pintadas y sus melenas repeinadas y dándole al baile desde primeras horas de la mañana. Muchas veces comentábamos que tal vez al volver a sus lugares de residencia andarían renqueando, quejándose del reúma y de lo mal que se lleva la vejez, pero allí rejuvenecían cuarenta años (o más!) y era gloria bendita verles bailar desde la mañana hasta la noche sin perder pieza. Porque es que a la noche volvíamos, y lo único que cambiaba era el café por el cubata, el resto idéntico.

La última vez que estuvimos ya no existía el local y en su lugar ahora hay una pizzeria a la que me niego a entrar, por principios, por haberles quitado a estos jóvenes su lugar de recreo, porque hay otros sitios, sí, pero no como Las Vegas. Recuerdo que unos amigos de Valencia se acercaron a vernos y nos metimos en uno de ellos. Al principio flipaban, pensando pero dónde nos están metiendo estos, pero lo cierto es que nos lo pasamos en grande. Este lugar que añoramos se encontraba en Benidorm. Sí, amigos, sí, no sólo de viajes exóticos a lugares lejanos vive el hombre (ni la mujer) y a veces, más cerca de lo que pensamos podemos encontrar lugares en los que pasar unos días agradables. Muchos habéis dicho que no habéis estado en Hong Kong. Mi pregunta es: cuántos de vosotros todavía no conocéis Benidorm? Y a qué estáis esperando? Está a tiro de piedra (más o menos), no es excesivamente caro y además, ayudais a superar esa crisis de la que tanto se habla. No es mal plan.

De todos es sabido que Benidorm fue un mito en ciertos tiempos pasados. Sólo hay que ver diez películas españolas en las que los protagonistas se vayan de vacaciones, filmes que escogeremos al azar y estoy por apostar que el destino final de esos personajes es Benidorm. A mí, la verdad, no me hace ni fú ni fa pero al Costillo le encantaaaaaaaa y juntos hemos pasado buenos ratos allí, para qué negarlo. Pasear por sus calles atestadas de gente cualquier mes del año, ayudar al niño que inevitablemente se pierde entre tanto gentío, tomarse unas tapas en la zona “imitación” de las tascas del norte, pasear por la playa, subir hasta el Castillo en el barrio antiguo, concertar una cita “frente a la roca” (esto es una broma privada que sería larga de explicar), quedarte loco mirando a la gente, porque de todo tiene que haber en la viña del señor.

En una ocasión nos fuimos a Terra Mítica, ese lugar que parece especialmente diseñado para perder dinero. No soy una fanática de los parques temáticos y este no fue una excepción, aunque hubo momentos sublimes. Eso sí, puedo dar fe que jamás olvidaré la experiencia, pues allí fue donde le tomé respeto a la altura. Nos subimos en un cacharro infernal de cuyo nombre no me quiero acordar. “Qué bonitas vistas, Costillo de mi alma, mira qué linda se ve la playa desde aquí, qué mono todo”. Su madre!! La subida fue lentita, agradable ascensión a 54 metros que se hizo hasta entretenida. Pero la bajada, ay madre la bajada. La hicimos en menos de quince segundos y en dos tandas. No os digo más que al llegar abajo estaba afónica. Creo que en mi vida he pasado tanto miedo a morir y desde entonces, salvo lo de ir en avión, las alturas las llevo francamente mal, tan mal que unos meses después, en Bélgica, casi tienen que parar la noria para bajarme (la noria!!!).

Merece la pena acercarse hasta Polop, aunque sólo sea para visitar sus almacenes de calzado, dejarse caer por el Castell de Guadalest, pasear por sus calles empedradas de pendiente imposible, visitando todas y cada una de las tiendecillas, o alguno de sus museos, como el de Belenes y casitas de muñecas (donde me metí tremendo trompazo por querer acercarme a observar demasiado cerca y no fijarme que había un cristal entre la obra y mi nariz), o el de microminiaturas (el tiempo libre e imaginación que tienen algunos!), el etnológico o el medieval, entre otros. Acercarse hasta La Nucía o Callosa (especialmente si se va en octubre, y así poder asistir a las bellas fiestas de moros y cristianos) y sin duda, pasar unas cuantas horas en Altea, observar la hermosa cúpula de su iglesia, deambular por las tiendecillas (recuerdo con especial cariño El Taller de Julia, cuyos dueños son encantadores. Coleccionan postales de todo el mundo, de los turistas que se dejan caer por su tienda y al volver a sus tierras deciden enviarles una postal. Nosotros también lo hicimos y nos aseguramos en la siguiente visita de saber que la habían recibido. Si por casualidades de la vida me leyesen: mil besos!!). Un mundo de recuerdos que me ha gustado ir encadenando en torno a “La Roca”.